Todos estamos agradecidos a nuestros “primeros intervinientes”, que sin duda cumplen una función esencial. Nuestros “socorristas” no sólo salvan vidas, sino que curan heridas, proporcionan bienes de consumo como alimentos y ropa, ofrecen refugio y restauran la energía cuando es posible.
Como cristianos, cuando nos enfrentamos a una prueba de la vida o a una tragedia, tenemos un Dios que está esperando que acudamos a Él cuando necesitamos ayuda. Él está esperando una oportunidad para demostrar su poder cuando enfrentamos situaciones problemáticas.
Una mañana, alrededor de las cuatro, Pedro se encontraba en un grave aprieto. Él y algunos de sus amigos estaban en una pequeña barca lejos de la costa cuando una poderosa tormenta apareció de la nada. Temiendo por sus vidas, se asustaron aún más cuando creyeron ver un fantasma. Gritaron aterrorizados. Por encima del lamento del viento llegó una voz áspera: “Dejad de tener miedo”. Era Jesús asegurándoles que no había razón para que entraran en pánico porque Él estaba allí para salvarlos cuando más lo necesitaban.
Pedro dijo: “Si eres tú, díme que vaya a ti: ¡déjame caminar sobre las aguas!”. “Ciertamente, ven. No tienes nada que temer”, dijo Jesús. Cuando salió de la barca y sintió el viento en la cara, las olas bajo sus pies, perdió la fe y empezó a hundirse. Gritó: “sálvame, Señor”, y Jesús lo hizo.
En nuestras oraciones lo que cuenta es la sencillez y la sinceridad, no el estilo expresivo de nuestras palabras ni la duración de la adoración. Nunca una preparación determinada, sino nuestra fe. El Señor siempre vendrá a nuestro rescate si tenemos la tendencia a apelar o llamar a Él con una fe que cree en Él.
Sálvanos, Señor, pues ya no hay gente piadosa! ¡Ya no hay en este mundo gente fiel! Salmos 12:1
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